sábado, 30 de agosto de 2014

ELEGÍA PARA UNA VILLA CASTELLANA

PRIMAVERA Calor suave que se va pegando sobre la cal blanca. El gallo canta de madrugada a la hora que nace el día. Un lloro tierno sale por una ventana entreabierta y una canción de cuna se oye hasta que el llanto se calma. Se escucha el rumor fresco del agua que sale de la fuente. El cielo azul y blanco. Las calles cálidas con su tierra seca. Los árboles se despiertan con el piar de los jilgueros. Las higueras empiezan a estar preñadas de higos y brevas entre sus ramas. Los corderos se amamantan con la leche templada de la oveja madre, y un perro ladra al oír las seis campanadas que anuncian el comienzo de un día de primavera en la llanura castellana.
VERANO Cielos limpios. Calor abrasador que ahuyenta a los lagartos solitarios. Tierra quemada. Sombras que hacen vida; vidas que viven pegadas a las sombras. Polvo en las calles que esperan las pisadas juguetonas de esos niños que ya son ajenos el resto del año. Golondrinas que regatean el aire caliente. Cigüeñas que enseñan a volar a sus crías, al tiempo que les van mostrando los vientos que les llevaran a territorios lejanos. Abuelas que acumulan caricias para el invierno. Abuelos que cuentan cuentos antes de que lleguen las noches vacías del otoño. Cohetes y banderas que celebran y recogen alegrías una vez al año; y la procesión que comienza cuando las campanas de la iglesia tocan a la una en punto de la tarde, aunque el viejo reloj de la torre ya hace mucho tiempo que dejó de marcar el inicio de la fiesta del patrón de la Villa.
OTOÑO Gris en el cielo y ocre en la tierra. El aire fresco y la luz cortada por una suave neblina. Los pájaros que poco a poco van callando. Las calles más vacías que llenas. Los silencios van ocupando cada esquina. Los recuerdos se acumulan tras las ventanas cerradas, para seguir sintiendo el calor de esos soles agosteños que ya se fueron. Entre las puertas entreabiertas conversaciones compartidas a media voz, para no olvidar las tiernas caricias recibidas en verano, y las risas de esos amigos que ya se han ido marchando. Tristeza que vuela entre los primeros fríos que llegan. Gentes calladas. Llovizna que cala el cuerpo y a veces el alma. Son las cinco de una tarde cualquier del otoño entre las calles de un pueblo de Castilla, donde ya nadie mira al reloj parado de la iglesia, porque a nadie le interesa ver cómo avanzan las horas solitarias.
INVIERNO El agua ha dejado de correr libre y se ha quedado atrapada entre los carámbanos que cierran la boca helada de la fuente. El cielo está cubierto de luto negro; la tierra de inmaculada nieve blanca. Los nidos de las golondrinas cuelgan vacíos y abandonados, sin calor en su interior. Las cigüeñas hace tiempo que dejaron los nidos de ramas secas en los torreones altos. En las calles no hay pisadas que muestren vida. El viento helado congela a su paso las esquinas gastadas por el tiempo. Las agujas enmohecidas y quietas del reloj de la torre señalan las ocho y media; la misma hora que marcará en la noche, y al día siguiente, y al otro día, y al otro..., la única hora que le queda. Los silencios acompañan al reloj y ya no resuenan las campanas para dar la hora en punto. Sólo se oye el chirriar del gozne oxidado de una puerta vieja, que se entreabre y cierra con la esperanza vana de que trascurra algo de vida delante de ella, antes de que llegue la noche solitaria y difunta de Castilla.
Texto de: Antonio Blázquez-Madrid